Viernes 28 de enero de 2011
Xochimilco y Ciudad Universitaria
La red de metro de la Ciudad de México es enorme, como todo en esta ciudad. Lo de los vagones exclusivos para mujeres es tan sólo un mito a medias. En algunas estaciones hay un sector del anden que es para mujeres, niños y discapacitados, pero nadie lo respeta. No están allí las mujeres aterrorizadas y del otro lado los hombres con los colmillos afilados, todos se mezclan sin mucho problema.
El sistema de colectivos es bastante desordenado. Son combis o microbuses privados con recorrido fijo, como en Bolivia, pero sin el griterío y todos del mismo color. Tienen el curioso nombre de peseros, porque antiguamente costaban “un peso”. También hay algunos colectivos de línea y un sistema de Metrobús, como en muchas ciudades latinoamericanas, iniciativa del gobierno municipal de centroizquierda del PRD, que en pocos años hizo más que el PRI y el PAN en un siglo.
Las correspondencias entre líneas de metro son larguísimas. De hecho, ya se me está tornando tedioso. Para ir a Taxco ayer tuve que viajar hasta estación Tasqueña para tomar el bus., combinando línea rosa y azul. Hoy lo mismo, pero para abordar el Tren Ligero (igual a nuestro Premetro) hacia Xochimilco (“Sochimilco”). Realmente de mañana tuve que juntar coraje para nuevamente encarar el metro. Está decidido que el domingo temprano me voy a Guanajuato, me quede por ver lo que me quede por ver.
La primera parada fue colosal. El sin-palabras museo Dolores Olmedo. Resulta que esta tía era una famosa socialite mexicana que murió en 2002. En su casa hay fotos con el Papa y todos los presidentes mexicanos, además de innúmeros artistas. El museo es en su antigua mansión, un casco de estancia de piedra, indescriptiblemente magnífico. Por los versaillescos parques se pasean pavos reales y perros pelones (unos perros típicos mexicanos, que no tienen pelos ni colmillos, adorables). Me sorprendió que tiene varios muebles del estilo del “mueble chino” que hay en casa de mi madre, sólo que el nuestro es mucho mejor. Por las fotos de su vida, se notaba que a esta tal Dolores le chupaba todo un huevo y se daba la gran vida. Ahora bien, el atractivo principal del museo no es todo lo que acabo de relatar, sino que se trata de El Museo (con mayúsculas) sobre Diego Rivera, puesto que Dolores fue su mecenas. Más de 100 cuadros que dejan claro de manera contundente la grandeza de Rivera como pintor, más allá del muralista que todos conocen. Como yapa, una sala con pinturas de Frida. Para quedarse a vivir.
La siguiente parada me desilusionó. Fui a Xochimilco, un lugar difícil de describir. Es un pueblo que quedó adosado al DF, y cumple para la ciudad la función que cumple El Tigre para Buenos Aires. Se trata de canales que se formaron a raíz de islotes de cultivos indígenas sobre un lago, que son recorridos por trajineras, unas coloridas y singulares barcazas. Tendría que haber hecho el paseo, pero era caro para hacerlo solo, y no encontré con quien dividir. Se supone que el recorrido por los canales es interesantísimo, pero el acoso de los barqueros me hizo desistir del paseo. El pueblo, parecido al barrio boliviano de Liniers, de una suciedad y desorden inverosímil. Lo bueno fue que comí en una fondita, entrada (fideos), plato principal (hígado encebollado con frijoles) y coca-cola por USD 4. La gente del lugar, amabilísima, como en todo México.
Vale contar que aquí en México, en toda plaza o rellano, se instalan tolderías de feria. Las pocas plazas “liberadas” que hay, es gracias a la acción del gobierno. Cuando fui a Coyoacán, por ejemplo, la plaza acababa de ser “liberada” y Lilo y Valeria, que viven acá hace 8 años, la pudieron ver “por primera vez”. El comercio informal callejero pareciera sostener la economía de gran parte de la población. El Zócalo mismo, hasta hace unos años, era una toldería.
Luego, tras viaje en Tren Ligero y combi, me dirigí al campus de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) proporcionalmente gigante a la ciudad. Lo recorren 11 líneas de buses gratuitos. El objetivo era ir al sector Rectoría a cumplir con un ritual personal. Desde que viajé por primera vez a Brasil, la geografía y los mapas se transformaron para mí en una obsesión. Tengo aún viva la imagen del Río Uruguay desde el puente, y la maravilla para mis ojos de niño de ver dos pedazos de tierra enfrentados, y que ambos fueran países diferentes con lenguas diferentes. A veces pienso que esa sorpresa es el sentimiento que me impulsa a viajar. En la infancia, había alguna enciclopedia en mi casa que en la entrada “México” tenía una foto del enorme mural de la biblioteca de la UNAM. Durante toda mi niñez México para mí fue esa imagen. Quería entonces, a modo de peregrinaje, ir hasta ese lugar y sacarme una foto. Ver con mirada de adulto en vivo el lugar que representaba esta tierra que se me hacía lejana e imposible, y que mi trabajo y mi esfuerzo me recompensaron conocer. Luego, me dormí una siesta en un puf de los que están desparramados en el césped. La verdad que el campus es fantástico.
La vuelta, en metro, nuevamente. De merienda, unos tacos exquisitos.
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