Domingo 30 de enero de 2011
Atardecer en la terraza de Casa Bertha
En el camión (ómnibus) a Guanajuato logro terminar la traducción. Me falta corregirla. Nos dan un sándwich de Bimbo, de jamón, queso y chile. Supongo que por tratarse de un producto envasado de consumo masivo no va a picar. Me equivoco, y me acabo todo el agua de una sola vez. 5 horas sin bebida. Los ómnibus de larga distancia son muy cómodos. El sector de baños está separado del resto del bus, y tiene dos: femenino y masculino.
La terminal de Guanajuato queda lejos del Centro, y me tomo un taxi hacia el hostel recomendado por mi Lonely Planet, lo cual provoca nuestro primer desencuentro: el hostel no existe desde hace 3 años. Sigo a la segunda opción, la Casa Bertha, que augura una espectacular terraza. Esta vez la Lonely no se equivoca. Al adentrarme en la ciudad, comienzo a entender la calurosa recomendación de Lilo. Es un lugar mágico. Las calles son serpenteantes y angostas, en subida y bajada, con escaleras que conectan los diferentes planos de las laderas. Las construcciones son coloniales, cuidadas pero sin llegar a parecer una escenografía, y veo también sus famosas calles subterráneas, enclavadas en túneles de piedra casi medievales, realmente impresionantes. Abundan restaurantes y cafés simpáticos. Meroedean muchos gringos de más de 50 años. Se respira tranquilidad.
Me bajo del taxi y tengo que subir dos cuadras por una escalera, siguiendo carteles pintados en las paredes que indican “Casa Bertha”. Luego atravieso dos pasadizos y finalmente encuentro el lugar. Se trata de una sencilla y acogedora casa de familia, completamente laberíntica. Tomo una habitación para mi solo, con baño compartido (pero las otras habitaciones con baño compartido no están ocupadas, por lo tanto el baño es todo para mi). Llego con mucho dolor de cabeza, y encuentro en la mesa de luz una milagrosa jarra de agua. Me tomo dos ibus.
La ciudad no decepciona, por el contrario. Me arrepiento de quedarme sólo una noche. Los museos cierran domingo a la tarde y lunes, por lo tanto no podré visitar ninguno (entre ellos la casa natal de Diego Rivera). Desde aquí se suele visitar otro pueblo parecido, pero más “escenográfico”, pero me entero que ir y volver lleva más tiempo del que dispongo.
Finalmente, subo a la terraza, donde me encuentro ahora. La vista es maravillosa. Atardece por detrás de los cerros y las casas todas juntas y desde arriba parecen un colorido cuadro cubista. Las luces se empiezan a encender. Más allá de que mañana tenga que irme (es imposible cambiar los pasajes, cuando se pagan con tarjeta no te los cambian), vale la pena tomarse un descanso. Esto era lo que quería cuando huí del DF: una terraza con vista panorámica y una ciudad hermosa para perderme.
Me voy a recorrer las calles de noche, para verlas iluminadas. Empieza a refrescar y creo haber perdido mi camperita en el taxi, voy a tener que buscar en la mochila mi pulover de lana. Y el fresco no es para tanto.
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