martes, 1 de febrero de 2011

día 12 - Chiapas


Martes 1 de febrero de 2011
Llegada a San Cristóbal de Las Casas y visita a San Juan Chamula

Comienzo a atravesar una militarizada y encantadora San Cristóbal de Las Casas. Controles cada dos cuadras, con detector de metales y revista de equipaje (la mochila grande ni la revisan, me preguntan qué llevo, nada más). Pregunto qué pasa y la policía dice que hay un evento pero no saben de qué va. Luego veré pasar al gobernador del Estado por la calle principal, rodeado de un impresionante operativo de seguridad. Al término de su paso, toda la parafernalia militar es desmontada y San Cristóbal vuelve a ser lo que es. Veo también que mañana hay un gran festejo por el Día de la Candelaria en una tal Plaza de la Paz. Al principio pensé que el operativo era por eso, pero se ve qué no. Dónde quedará la Plaza de la Paz.

El Rossco Backpacker`s Hostel es lindísimo. Pensaba quedarme 4 noches, y cuando llego me recibe un cartel que dice “Promoción: pague 3 y quédese 4”. Mejor, imposible. Se trata de varias casitas alrededor de un parque, estilo colonial, con terraza con reposeras. Estoy en un cuarto con tres personas más. Está todo limpio y ordenado.

Estoy en Chiapas, rincón olvidado de México, tierra indígena y revolucionaria, exótica y agreste, de selvas y montañas. Pero San Cristóbal parece una escenografía.

Siguiendo la recomendación de algunos viajeros, decido ir por mi cuenta a San Juan Chamula, a 10km de San Cristóbal. Según mi guía, un pueblo indígena donde la única atracción es visitar su iglesia, donde se practican rituales sincréticos. Nunca hubiera podido imaginar lo que vi.

Viajo en una combi durante 15 minutos con varios indígenas que hablan en su lengua, hacia las afueras de San Cristóbal. Llegamos a una gran plaza que más bien es un gran estacionamiento. Me bajo y voy a la oficina de turismo a comprar el derecho de acceso al templo. Soy advertido por enésima vez de que no se puede sacar fotos dentro, so pena de sufrir daños físicos. Los pobladores del lugar tiene la creencia de que si son fotografiados se les roba el alma. La iglesia es blanca y adornada con pinturas de colores. Me acerco y entro, y quedo absolutamente anonadado.

La iglesia católica no funciona como tal hace casi tres siglos, y el lugar se ha transformado en un templo donde se realizan rituales de tipo sincrético: se mezclan las religiones católica y pre-hispánicas. El caso es que el interior carece totalmente de muebles, en las paredes están dispuestas imágenes de todos los santos posibles, y delante mesas de madera con velas. Debe de haber unas cinco mil velas como mínimo. El piso está cubierto por agujas de pino y en el ambiente flota el humo blanco del incienso, y ambos olores –del pino y del incienso- llegan fuertemente penetrantes. Hay varios indígenas ocupando sectores del piso, donde colocan hileras de velas (por ejemplo, 7 hileras de 12 velas cada una) y rezan en voz alta en sus lenguas. El clima dentro es místico, conmovedor, surreal. Camino entre las mujeres que rezan en voz alta, ataviadas con polleras negras, fajas anchas de cuero marcando la cintura y blusas brillosas, con largas trenzas adornadas con hilos de colores. Rezan, a veces mirando al santo que tienen delante, otras al piso. Entro justo con un grupo de turistas gringos, y veo en sus rostros una absoluta estupefacción. Para completar el cuadro, algunas rendijas en el techo dejan entrar una fantasmagórica luz solar. Espero que salgan y, imitando a un muchacho, me siento en un rinconcito a observar los rituales.

En el medio, una mujer que está rodeada de quienes parecen ser sus hijas, reza con alrededor de 50 velas delante. De repente, saca una gallina negra de una bolsa, la pasa por encima del humo de las velas y luego la mata de forma diestra por estrangulación. Luego saca otra gallina, blanca, que deja esperando a su lado. El animal se queda quieto. La gente que reza parece enajenada. La escena me resulta de tal forma como se deben de ver ciertos rituales en la India. Parece de otro mundo.

Transcurrida casi una hora, el ambiente me empieza a pesar sobre los hombros, tal vez por el intenso olor a incienso y pino, y decido salir. Cruzo la plaza y me dirijo a una restaurante sumamente sencillo, atendido por una indígena. Me habla en un tono de voz casi imperceptible, con una gestualidad tan extraña que hace notoria la diferencia cultural que hay entre nosotros. Luego de tres veces logro descifrar que me ofrecía “caldo de pollo o mole con pollo”. Tomo el mole. Exquisito, el mole es marrón y tiene un equilibrado sabor entre el chocolate y los chiles, con una consistencia untuosa, como miel. Lo mal-combino con una Pepsi. También me traen tortillas, por supuesto, y unas rajas (que son como unos ajíes en vinagre). Todo por USD 3.

Vuelvo a San Cristóbal de Las Casas, o tal vez Saint Christopher of The Houses. Hay gente de todo el mundo y de todo tipo, desde sesentonas yanquis vestidas de boy scout con el pelo corto y canoso hasta hippies adolescentes y ancianos, además de los lugareños. En las peatonales, que rebozan de restaurantes “palermitanos” se puede comer hasta sushi. En tiendas coquetas venden todavía más coquetos suvenires zapatistas. Aun algo irreal, la ciudad es encantadora.

Cuando estoy mucho tiempo sentado me empieza a doler el glúteo derecho como si el hueso se me clavara. Creo que alguna vez leí eso, alguien que tenía una muesca en el hueso de la pierna y éste le “mordía” el glúteo. ¿Tendré eso? Ahora mismo me está doliendo.

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