Viernes 18 de febrero de 2011
Caye Caulker
La nota del día es: urgente retomar clases de inglés. Tomé la excursión correcta, en realidad, porque los brasileros me habían contado de qué iba y cuánto costaba; si hubiera tenido que guiarme por la explicación de la agencia, nunca hubiera entendido cuál era la que yo quería. Además, en Belize hablan un inglés cerrado mezclado con creole.
Casi una hora después del horario señalado partimos en lancha a mar abierto, justo antes del sector donde rompen las olas. Es que las olas rompen contra el arrecife de coral, el segundo más grande del mundo luego del australiano. Le pregunto al guía si habla español y me dice que no, a lo cual le pido que hable inglés despacio. Entiendo a medias las reglas de supervivencia, lo cual me hace subrayar en rojo la nota “urgente retomar clases de inglés”. Para colmo, me toca un grupo de estadounidenses, así que me quedo afuera de todos los comentarios comunitarios.
Hacemos el primer stop de la excursión. El guía dice algo así como que a los tiburones sólo los toquemos pero que no los agarremos porque pueden enojarse. Me doy cuenta de que mi inglés está peor de lo que pienso, y me zambullo con mis patas de rana y la máscara al templado mar Caribe. Superado el impacto y estabilizado en el agua, abro los ojos para ver qué había. Mi listening no había sido tan malo: me veo rodeado por unas 15 rayas y unos 6 tiburones (claro que no los de la película, sino unos marrones, más pequeños). No obstante su apariencia amigable, no intenté siquiera acariciarlos. El cardumen de rayas nadaba en círculos a nuestro alrededor, así como los tiburones. Llegué a sentir algo de miedo. La cola de las rayas puede ser peligrosa si te toca, oí decir. La segunda parada fue ya en medio de un canal en el arrecife, de unos 15 metros de profundidad. Aquí tuvimos que ir en grupo siguiendo al guía, que debajo del agua soltaba carnada para atraer a los peces. Todos los tornasoles, colores y brillos de la naturaleza tenían lugar en ese mundo coralino. Las plantas parecían cactus colorinches deformados. La tercera parada fue en otro sector del arrecife, pero de un metro y medio de profundidad, donde podíamos recorrer a voluntad. Experiencia sublime. El corolario fue que, sin notarlo, estuve de espaldas al sol unas tres horas, a pleno mediodía, y ahora parezco un palito de la selva. Menos mal que mi posición para dormir es boca abajo.
Por la tarde, safari fotográfico por la adorable Caye Caulker y compra de souvenires. En un rato saldré de este cubículo de madera que es hoy mi habitación para cenar en algún lugar con internet. El celular no tiene señal, así que la computadora será mi conexión con el mundo. El calor en el cubículo es insoportable, pero por el pasillo entra refrescante la brisa del mar. Veré de tener la puerta abierta un rato, con el ventilador chupando aire del pasillo y liberándolo hacia adentro.
El baño de hoy me hizo notar la gran ventaja que se tiene de vivir en una ciudad como Buenos Aires, con el Río de la Plata a su merced. Ya había escuchado hablar del agua corriente de Caye Caulker, y hoy pude comprobarlo. Tiene olor rancio, es dura y áspera. Luego de bañarme, la sensación es de haber nadado en el mar. Toco el pelo y parece un escobillón.
Mañana entraré en Belize continente para ir directo a la frontera con Guatemala, y de ahí a Flores, base para conocer las ruinas de Tikal. Dan ganas de quedarse más días recorriendo el país, en busca de aventuras. Promete playas desiertas, ruinas mayas poco exploradas y selvas. Pero la casi nula infraestructura turística podría transformarlo en una odisea exasperante. En un futuro podría resultar un interesante viaje, pero lo haría acompañado y preparado para tal fin. Además estar acá muchos días requeriría cierta cantidad de dinero extra.
Los dólares beliceños tienen la cara de la reina de Inglaterra.
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