miércoles, 23 de febrero de 2011

día 34 - Guatemala


Miércoles 23 de febrero de 2011
Otro día en Garifunolandia

La camarera puso ante mí un gran plato hondo de loza blanco, con otro llano encima, como quien no quiere que el calor de la comida se escape. Cuando destapó este segundo plato, lancé una exclamación de estupefacción. Lo que veía era una inmensa sopa de color amarillo, en la cual flotaban generosos y abundantes langostinos, un cangrejo partido en dos y un pez entero (con cabeza, aletas, cola), pedazos de banana, papa, zanahoria, ajíes verdes y hojas de cilantro. El aspecto era desmesuradamente delicioso. El líquido elemento presentaba un sabor que equilibraba de manera magistral el plátano, el coco, el ají, la pimienta y el cilantro. A pesar de la presencia de frutas, el sabor era claramente salado. No era agridulce. El cangrejo y los langostinos tramitaron su seducción en mi boca, y sus restos fueron a parar al plato de apoyo. El pescado (¡cuidado con las espinas!) fue desmenuzado con destreza y paciencia. Varias veces tuve que parar para secarme la transpiración, mirar algún punto fijo en el horizonte, respirar hondo, y continuar. El paladar de un hombre nunca será el mismo luego de probar un tapado garifuna.

Salir por el barrio, sobre todo de noche, es sentirme el diferente. Todos son negros y yo blanco. Pasar entre ellos, que además tienen una cultura tan diferente a la mia, me genera cierta adrenalina. Muchos me saludan. Me gustaría tener una beca para estudiarlos, quedándome acá mucho tiempo.

Bastó que me recomendaran no ir a pie, para que lo hiciera. Caminé por la costa de Livingston durante 45 minutos hasta un lugar llamado Playa Quehueche. El mar durante el camino parece más bien un río, por su tranquilidad y color amarronado. La playa es escasa, apenas una línea de arena oscura, a la que desembocan desagues cloacales, y que es usada para depositar basura. Una línea de ranchos garífunas muy pobres la va flanqueando, hasta desaparecer y todo tornarse vegetación. No había llevado la máquina de fotos porque había decidido tomarme un día de recreo como fotógrafo. Tampoco hubiera sido feliz sacar fotos a la gente, porque eso es a lo que más se prestaba el paseo. “Vi” fotos dignas del National Geographic. Mujeres negras caminando por la playa-basural con palanganas en la cabeza, transportando cosas. Hombres cortando a machetazos pescados gigantes. Niños empujando una canoa para entrar al mar. Garifunas en su vida cotidiana, mirando el mar, tirados bajo un alero, pensando vaya a saber qué.

El paisaje cambia al llegar a un riacho que luego de atravesado por un puente colgante maltrecho deja paso a una muy linda y cuidada playa, con un hotel ecológico y un restaurante. Allí pasé mi día, tomando sol, bañándome en el Caribe de esta parte de Centroamérica, que es verde, turbio y cálido. Comí una Quesoburguesa (como, por suerte para nuestra vapuleada lengua, le dicen en Guatemala a la Cheeseburguer), que tenía como acompañamiento papas fritas, ananá y sandía. La digestión fue consumada durante dos horas de relax en una hamaca paraguaya en la punta del muelle, protegida por una construcción de maderas y paja. A la hora del baño, la nota de color estaba dada por el terreno plano, que obligaba a adentrarse casi 300 metros en el mar para alcanzar la cintura. Pelícanos, gaviotas negras y blancas, surcaban la superficie del mar, como si los turistas no estuviéramos allí.

Luego de la selva de El Petén y las magnánimas ruinas de Tikal, y luego del Caribe garifuna de Livingston, Guatemala seguirá batiendo el record de diversidad geográfica en un territorio pequeño, cuando mañana llegue a la ciudad de Antigua, y me encuentre en la montaña, recorriendo una ciudad histórica, considerada la ciudad colonial más linda de América.



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