Martes 8 de febrero de 2011
Mérida y Progreso
Así comenzó un día lleno de contradicciones. La playa era de arena blanca, pero estaba bastante sucia. El mar, cristalino al fondo, pero turbio desde la orilla y hasta 10 metros, por la presencia de unas algas de olor nauseabundo. Palmeras, sí, pero un viento insoportable. Calor, pero no tanto. Además, Progreso es más bien una ciudad industrial, y hacia el oeste el “paisaje” es un muelle de varios kilómetros que se adentra en el mar, por donde pasan camiones que van hacia un astillero que hay bien adentro del océano. La ciudad no es bonita, pero en compensación tiene un malecón muy simpático, con buenos restaurantes para comer pescado. Me dijeron, inclusive, que los buenos frutos del mar en México son los del Golfo, que la calidad de los del Pacífico deja que desear.
Luego de un tiempo de relajamiento, y notando que el lugar no tenía mucho más en esta materia para ofrecer, me dejé llevar por un filete de pescado con una salsa de queso, panceta y camarones, que resultó estar un poco salado para mi gusto. En México realmente no tiene sentido pedir entrada, porque te ofrecen (sin cobrarlo de manera adicional, ni siquiera como “servicio de mesa”) unas botanas. En este caso: ceviche, frijoles, un puré extraño y dos salsas, además de ese tubérculo cuyo nombre nunca puedo recordar.
Volviendo a Mérida más temprano de lo pensado, camino un poco más por la ciudad y termino de descubrir que se trata de un lugar encantador, lleno de vida, con una hermosa plaza principal donde reboza gente. Se la considera una de las ciudades más seguras y de mejor calidad de vida del país, y eso se nota. Sin lujos, sus calles se presentan animadas y tranquilas. La plaza tiene wifi, y la gente se sienta a conectarse a internet en sus bancos. Me quedo merodeando la plaza munido de un gigante vaso de agua de horchata, muy consumida en México así como en Catalunia, y descubro que estuve tomando Horchata toda mi vida: se trata del “juguito” del arroz con leche que en mi casa mi abuela y mi madre han hecho siempre. Claro que helado, y con popote (pajita).
A la noche, ya algo cansado de la comida mexicana, decido tomarme un recreo, entrando a un restaurante italiano para comer unos spaghettis a la bolognesa. Pero no puedes con ellos: me traen de botana chilaquiles y guacamole. Este último, sin nada de picante, lo que me obliga ponerle litros de salsa de chile habanero, para sentir el ansiado ardor bucal. O bien: esto es un camino de ida.
“Todo brillo es oro bajo el lente leve del verano”, aunque acá es un invierno de 30 grados.
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