lunes, 21 de febrero de 2011

día 32 - Guatemala



Lunes 21 de febrero de 2011
Flores - Río Dulce - Livingston

No es necesario buscar explicaciones para ciertas cosas. Simplemente me encanta Livingston, más que cualquier otra ciudad donde me haya alojado durante este viaje.

El día comenzó muy temprano en la Isla de Flores, con el lago Petén Itzá teñido de color gris perla. La calma de la ciudad de día y de noche es envidiable: casas con las puertas abiertas, gente en la calle a cualquier hora, autos sin alarma. ¿Acaso no era Guatemala un país sumamente violento? Luego de animarme al desayuno chapín, constante de pan tostado, huevos, banana frita y frijoles (chapín es el nombre con que se conoce a los guatemaltecos), encaro un viaje en autobús hacia la ciudad de Río Dulce. El autobús tenía como destino final la ciudad de Guatemala. Antes de salir, el chofer avisó que en Guatemala no se detendrían en paradas intermedias y todos los pasajeros descenderían en la oficina de la empresa, decisión tomada a raíz de la fuerte ola de violencia de los últimos días, con presencia de mareros que roban equipaje y golpean a pasajeros. Durante el trayecto, noto en algunos bares una señal que consiste en un revolver dentro de un círculo rojo barrado, es decir, “prohibido entrar con armas”. En bancos y otras dependencias, asusta el personal de seguridad privada armado con enormes fusiles. Comienzo a entender que Flores es una isla, literal y metafóricamente, en Guatemala.

El aumento del interés por el turismo lleva a los lugareños de cualquier lugar a simplificar las cosas. Al bajar de bus, ya esperaban barqueros que ofrecían el viaje en lancha a Livingston, con el tour incluido. En diez minutos estaba zarpando con mi mochila rumbo al Caribe atravesando el inmenso lago Izabal, el más grande de Guatemala. En el camino, pasamos por el Castillo Real Felipe, emplazamiento español para combatir la entrada de piratas, luego un sector con grandes plantas acuáticas flotadoras y otro de aguas termales, para finalmente encarar el río Dulce hasta su desembocadura en el mar, donde está la ciudad de Livingston. Nuevamente, la selva, los acantilados, aves danzantes y un estallido de vida en el viento que corta una lancha a toda máquina.

A Livingston sólo se puede llegar por barco. Es una ciudad diferente de todo el resto de Guatemala. Es un enclave de la cultura garífuna, negros huidos de la esclavitud, mezclados con indígenas. Tienen hasta un dialecto propio. Livingston podría parecerse a lo que uno se imagina de Jamaica. Casas de madera estilo caribeño, de colores, rústicas, con calles de vegetación tropical y profusa. La ciudad no es linda, pero es encantadora. Sin tener mucha idea de alojamientos, decido caminar por la calle principal, que está poblada de restaurantes y bares simples pero adorables, mezclados con puestos de frutas y artesanías. Camino derecho siguiendo mi intuición, y doblo a la izquierda. Camino tranquilo: al bajar de la lancha nos avisaron que no había mara en la región y que la seguridad en la ciudad es total. Abandono el diminuto centro (apenas cuatro calles) y entro en un barrio de casas y ranchos garífunas, siguiendo un cartel que anunciaba “Hotel Garifuna”.

Algo alejado del centro, en pleno barrio negro, estoy en una habitación en una residencia grande, atendida por una señora garífuna entrañable. Tengo una habitación que mira hacia los techos del barrio, con cuatro ventanas amplias. Pago apenas USD 10. Sin desayuno ni agua caliente. Bueno, no debe de haber agua caliente en todo la ciudad, con el calor agobiante que hace (y estamos en invierno).

Hay sólo otras tres habitaciones ocupadas. En una de ellas, una pareja italiana discute fuertemente. Sus voces se cuelan por los respiraderos del baño. No hay nada más divertido que escuchar a dos italianos peleándose.

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