lunes, 14 de febrero de 2011

día 24 - Riviera Maya


Domingo 13 de febrero de 2011
Akumal y Dos Ojos

De mañana, unas nubes gordas y blancas pasean por el cielo, y luego nos acompañan el resto del día. Durante el desayuno hace frío para ser el Caribe. Seguro más tarde la temperatura sube. En una reunión tripartita de anoche, con los brasileros decidimos no tomar la excursión del hostel para snorkelear en los cenotes porque el guey que la vende nos prometió el oro y el moro, pero bajo los efectos de la mota. Les digo que en Akumal, a unos 10km de Tulúm, hay un arrecife con tortugas. Ellos tienen su propio equipo y uno extra. Perfecto.

Mientras damos vueltas, escucho que a la madrugada, una gringa fue perseguida por un malviviente que sin mediar explicación le dio un palazo en la cabeza y la tiró al piso. Ahora están tratando de ubicar al malhechor. La historia, no obstante, nos causa tanta gracia que bautizamos a la víctima Paulada (“palazo” en portugués). Sí, estos días estoy hablando más portugués que español.

Llegamos a Akumal, una playa paradisíaca. El sol se asoma y se esconde. Hay varias agencias de excursiones, y nos encaran ofreciendo el snorkel en los cenotes. Sí, no, sí, no, más barato, vamos a pensar, primero a comer. Encontramos un restaurante económico. Me quejo de que no me traen ni mis rajas ni mi jalapeño, con qué se creen que voy a comer.

Partimos hacia el cenote Dos Ojos, llamado así por tener dos grandes lagos unidos por un río subterráneo, más una cámara llamada Cueva de los Murciélagos. Cada vez que trato con un “operador turístico”, no puedo dejar de tener la sensación de que me están estafando de una manera o de otra.

La magia de un cenote es inenarrable. Bajo la superficie, uno cree que está eso que se llama fondo, visto desde afuera o mientras se nada. Pero hay un mundo abisal de 20 metros de profundidad, profuso en cavidades, estalagmitas, rocas, peces, vegetación. El agua está fría, y allí vamos, yo aprendiendo en el camino a respirar por el tubo. Ricardo y Humberto saben lo que hacen: hicieron curso de buzo. En el techo las estalactitas milenarias nos saludan. El guía ilumina el fondo interminable y turquesa con la linterna, y lo vamos siguiendo. Atravesamos túneles, cavernas, pasadizos. El paisaje es surrealista. Luego emergemos en la cueva de los murciélagos, donde los vemos en el techo por decenas, mirándonos con sus ojos rojos. Finalmente, luego de más de una hora, salimos del río subterráneo hacia el otro “ojo”, por un túnel donde no hay cámara de aire y hay que aguantar el aire en los pulmones casi hasta la desesperación. Antes le pregunto al guía cuántos segundos tenemos para pasarlo, y él me hace un gesto duro diciendo “just do it”. Hay momentos en la vida para hacer, no para pensar, si no las cosas salen mal. Salimos trepando por un roquedal. Doble mérito para este pobre míope que no se ha puesto sus lentes de contacto y ha hecho la travesía “a pelo”.

Es la última noche de Humberto y Ricardo que, por cierto, son odontólogos. Alrededor de unas dosis de ron y whisky hacemos un ateneo clínico para evaluar mi dolor de muelas, que ya lleva tres días. No es infección. No debería seguir tomando lo que estoy tomando, que me vendió un farmacéutico en Mérida. Debo pasarme al Diclofenaco. Es una inflamación. Tranquilo. Los invito unas cervezas, y ellos a mí, y luego yo a ellos. Hoy hay batucada en el hostel y ensayo unos pasitos, mientras los tres cocinamos algo mareados un guacamole y una pasta.

No podemos parar de reírnos de Paulada. No podemos parar de reírnos de cualquier cosa.

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